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El periodismo está loco. Yo también.

Conozco pocas periodistas cuerdas y casi ningún periodista cuerdo.

No se me ofenda nadie que lo digo con cariño y planteando mi caso como ejemplo.

Por la mañana sueño con meter cuatro trapos en una mochila, regalar mis plantas, mis cuatro muebles y mis libros y largarme a escribir sobre lo que no se escribe. Lo hago mientras tomo té y escucho las noticias. Cuando dejo de elevarme del suelo, bajo a tierra y aprovecho para enfadarme con colegas de profesión por usar términos como «avalancha masiva» o «amenaza migratoria». Entonces recuerdo que dentro de poco es el cumple de mi madre y el de mi abuelo y deshago la mochila mentalmente. Casi casi al mismo tiempo me duele la falta de responsabilidad de muchas personas en este sector. En ese mismo instante lo justifico; horarios de mierda, prisas, sueldos de broma, etc. Un minuto después otro argumento: también las personas que consumen información tienen responsabilidad. «Que exijan calidad y dejen de ver Sálvame, coño». Me respondo a mi misma; «todo el mundo tiene derecho a su porción de vacuidad, a su ratito de vacío, a su espacio para descansar, a sus contradicciones…» Joder, que si la gente quiere mirar para otro lado mientras bombardean Gaza, ¿quién soy yo para juzgarles?. Tienen su propia vida, tienen su propia mierda que gestionar.

Ya en el trabajo, busco a una economista que me hable sobre el IBI, que se ha disparado un 53% en los últimos cinco años. También trato de que un leñador me cuente cómo languidece su profesión … Después propongo temas para el fin de semana; en La Rioja hay una emocionante y vertiginosa carrera de caracoles (va en serio). Me repito a mi misma que no hay historias pequeñas, solo historias mal contadas. Me repito que siempre se aprende de todo, todos los días. Me repito que si lo hago bien, seguro que algo aporto. Me lo repito porque a ratos siento que le estamos robando minutos a las injusticias, a las personas que no tienen voz, a la cultura con mayúsculas, a las cosas que mueven, mejoran y cambian el mundo.

A la hora de comer tiro la toalla: no voy a cambiar el mundo, voy a conformarme con no estropearlo más y educar un par de hijas fantásticas que liderarán la revolución del futuro y salvarán a todos y cada uno de los osos del Ártico. Ya en el postre descarto esta última idea. ¿Cómo voy a tener descendencia yo sola con estos horarios marcianos?. 

Por la tarde hablo con mis amigas para quedar; nos vamos a un concierto. «Qué lujo esta vida disfrutona que tengo», valoro en un breve pero intenso ataque de optimismo. Pero es que, claro, el mundo es muy grande. Vuelvo a hacer la mochila mentalmente y planeo venir a visitar a toda mi gente un par de veces al año.

Salgo de trabajar y veo a un chico joven que me encuentro siempre en distintos lugares de la ciudad. Siempre lleva la misma ropa, es guapo, tiene el pelo rizado, la mirada a mil kilómetros de aquí y una mochila raída. Se toca la cabeza de forma compulsiva y está solo. Vive en la calle. Siempre está solo. Me dan ganas de parar y hablar con él. Preguntarle por su vida, por su historia, por su mochila y por la distancia entre lo que mira y su mirada. No lo hago. Pienso: «ya he salido de trabajar». Pienso: «he quedado». Y ahí empiezo a ver que son borrosos los límites entre la vida y la vocación, entre contar y que te paguen por hacerlo. Ahí es donde me doy cuenta de que nunca he disfrutado tanto como cuando escribía por el simple placer de escribir.

Son profundas las zanjas entre los sueños y atreverte a cumplirlos, entre la vida que te va llevando y los proyectos que te atreves a pelear. Y pelear merece la pena; en la vida, con el micro, con la libreta y el ordenador… Aunque trabajemos mil horas, aunque la nómina no sea justa, aunque nos dejemos la espalda en el intento, aunque nos toquen carreras de caracoles o concursos de marmitako…

Y, ¿Sabes por qué merece la pena? Porque hay días en que sucede, días en los que se da esa emoción de haberlo conseguido, de haber contado algo que sirve, que emociona. Cuando pasa, cuando algo brilla y se te llena el estómago con esa sensación placentera parecida al amor es cuando sabes que esto te hace feliz, al menos razonablemente feliz.  Entonces es cuando le das la razón a Gabo, que dijo una vez que «en el periodismo se sufre como un perro pero es la mejor profesión del mundo». 

Emi*

Dedicado a las personas que hicieron la mochila y se fueron para contar las cosas que pasan. Dedicado a las personas que no hicieron la mochila y se quedaron a contar las cosas que pasan.

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